Estoy en la casa de la playa de mi abuela. Mi padre está en su habitación, como siempre, repantigado, viendo la tele. Salgo al porche. En el aire del pueblo suenan las sirenas del apocalipsis. Sí, ya sé que nunca han sonado, pero deberíais reconocerlas. Al fin y al cabo llevamos toda la vida esperando oírlas. Pues aquí están por fin. Las sirenas que anuncian el bombardeo. La guerra atómica. La guerra nuclear. La Bomba.
No entiendo por qué no reaccionáis.
El gobierno lo tiene todo preparado. Tiene unos refugios subterráneos enormes, como centros comerciales bajo tierra. Es curioso que en tiempos de crisis se haya podido permitir crear estas instalaciones tan grandes y complejas. Bueno, ha hecho bien, al fin y al cabo es un servicio necesario a la población. Sólo digo que es extraño.
Emigremos todos a los refugios subterráneos. Pero antes de partir debo hacer los preparativos. Pensar qué cosas indispensables voy a llevar (¿Ropa? ¿Quizá un libro?) y enterrar mis ahorros en un tarro en el jardín donde nadie los encuentre y pueda más tarde volver a por ellos.
Toda la población del país está bajando a los refugios. Todos están haciendo cola. Se entra y se bajan unas escaleras de cemento larguísimas que se adentran kilómetros en la tierra. Esto es como un hangar sin fin que se adentra en la tierra en diagonal. Hay azafatas uniformadas y dispuestas a lo largo de las escaleras que van dando instrucciones a todo el mundo, diciendo a cada uno dónde debe ir. Nos reparten.
El refugio en realidad es una gran habitación vacía donde vamos a estar todos hacinados, sin camas ni ningún tipo de muebles. En cuanto todos dejan sus bártulos en el suelo, salen por la puerta como niños que acaban de llegar a un campamento y nada más instalarse quieren salir a dar una vuelta por las instalaciones.
De nuevo no entiendo cómo podéis actuar como si no pasara nada. Estamos aquí por algo. Fuera, la bomba está a punto de caer.
La bomba cae. La tierra tiembla. Se oye una gran explosión.
Lo sabía.
De algún modo la onda expansiva entra bajo tierra en el refugio -quizá las compuertas no estaban cerradas aún. La onda arrastra toda una masa de gente por los aires, por los pasillos, como bichos en el tubo de una aspiradora. Unos cuantos son arrastrados y entran limpiamente en la habitación. Se quedan flotando, suspendidos en el aire. Los demás no tienen tanta suerte. Son demasiados y según vienen se atascan en la puerta. Brazos y caras constreñidas. Estoy seguro de que muchos han muerto asfixiados dentro de esa masa compacta de gente en el pasillo. Me gustaría salvar a algunos, agarrar un brazo y tirar, pero sé que es inútil. No llego a hacerlo.
Esta historia es tan buena -pienso de repente- que debería vendérsela a Antena 3 para hacer una serie. Podría escribir un buen guión. Porque está la historia de la gente dentro de la habitación, que da juego. La siguiente temporada trataría de cómo la gente sale a las instalaciones subterráneas, ese enorme hangar lleno de pasillos y escaleras y las explora. Y en la siguiente temporada estaría la historia de cómo la gente sale a la superficie y lo que se encuentra allí: todo devastado, la civilización desaparecida. Todo un erial.
La bomba. La onda expansiva. La onda expansiva que lo ha barrido todo. Que ha derretido las montañas y los edificios como plastilina en un microondas. La onda expansiva que pasó por aquí. La destrucción. La desaparición de todo. Esconderse bajo tierra, sentir el gran temblor y volver a asomarse arriba con temor y sobrecogimiento.
Lo sabía. Y vosotros actuásteis como si nada. No lo entiendo. ¿Acaso soy el único?
domingo, 30 de octubre de 2011
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