sábado, 13 de agosto de 2011

Los nazis me torturaban. Yo y varias personas más éramos judíos. El campo de concentración era una habitación similar al salón de la casa de mi abuela en la playa, la que están intentando vender y donde he pasado muchas horas de verano y  navidad en mi infancia.

La tortura que me propinaba el nazi era extraña.

-Agáchate...

Con miedo, yo y otra persona nos agachábamos, temiendo que aquel fuera el momento de nuestra muerte, que nos esperara un tiro en la cabeza o cualquier otro capricho.

Me ponía de rodillas. El nazi me retorcía la nariz. Me la aplastaba hacia adentro con la palma de la mano. Podía sentir el tabique nasal clavándoseme. Yo temblaba de miedo, porque había oído que si te clavan el tabique nasal en la cara de un golpe, mueres. Pero el nazi sólo hacía el gesto, cogía impulso con la mano y luego me aplastaba el tabique hacia adentro, sólo un poco, como queriendo darme miedo, nunca me daba el golpe fatal. Me retorcía la nariz y luego la mejilla, como si fuera de látex.

-Ponte la mano aquí.

Me sujetaba la mejilla retorcida. No podía mover la mano de ahí, porque temía despertar la ira del nazi. Yo era muy obediente. El nazi parecía creer que sujetando el pellizco retorcido de mejilla blanda se sujetaba el retorcimiento de la nariz, por algún tipo de conexión. Y así era, pero la nariz volvía a su estado normal enseguida. Menos mal que el nazi no lo veía. Pasaba al siguiente judío.

"Claro, pensaba, esto lo hace porque está celoso. Sabe que mi nariz es la parte más hermosa y equilibrada de mi cuerpo, ya me lo decía Lara".

Más tarde era una señora alemana la que me torturaba, con un vestido muy mono y un peinado perfecto de la época. Estábamos alrededor de la mesa del salón de mi abuela. Sus amigas alemanas debían estar por ahí, pero todo estaba desenfocado y yo sólo veía a la señora.

-Y ahora -decía- no tenemos más que probar con la plancha...

Tenía una plancha en la mano. Yo estaba a su lado inmóvil, como un esclavo. Me acercaba la plancha a la cara y de nuevo temía a la tortura, pero resultaba ser de nuevo mucho menos dolorosa de lo que esperaba. La plancha estaba caliente pero no quemaba. Me la ponía en la mejilla y luego en los dedos. No era doloroso pero sí humillante.

Miraba a la mesa y había un cuchillo de cocina, con mango de madera y sierra. Tenía un plan bastante sencillo.

"Se acabó, pensaba, estoy harto, me dan igual las consecuencias. Estoy harto de ser humillado contínuamente. No quiero esta vida".

Raudo, agarraba el cuchillo y le pegaba un tajo perfecto en el cuello a la alemana. Se quedaba allí, inmóvil, con la boca abierta, desangrándose, la cabeza cayendo lentamente hacia atrás, un poco.

Le apuñalaba las costillas, el costado y el vientre, y con cada golpe podía sentir cómo la sierra cortaba los tejidos, cómo la punta perforaba y le apuñalaba las entrañas. Disfrutaba con rabia.

Más tarde estaba barriendo el salón. Todo el suelo estaba lleno de polvo y migajas. Mientras yo barría, mis padres estaban tumbados en el sofá como dos tórtolos, mi padre abrazando a mi madre, mirando la tele. En la vida real mis padres siempre se han llevado fatal y ahora están divorciados.

Ellos no me ayudaban a barrer. Yo barría y barría. Me encontraba un estuche y una mochila de niña, y me planteaba quedármelos, si podrían servirme de algo.

"Ah, esto será de la niña esa que ha venido con la visita de mi abuela hace un rato, debe habérselo dejado".

Me encontraba también un rosario negro de plástico.

Cuando me daba cuenta, había un hombre acurrucado en el suelo, al pie del sofá, gimiendo y lamentándose.

-Dame la extremaunción. ¡Dame la extremaunción, por favor!
-Pero si yo... yo no soy cura, no puedo hacerlo. No puedo hacer eso.
-Pero hombre, dale la extremaunción -decía mi padre, tumbado en el sofá, cargado de razón y como si fuera cosa leve-, ¿no ves que está a punto de morir? Dale la extremaunción y perdónale todos sus pecados.

No me podían pedir semejante cosa. Yo no soy sacerdote. No podían pedirme aceptar una responsabilidad tan grande. Además, no serviría de nada. Lo que yo hiciera sería falso, no tendría efecto y aquel hombre moriría sin sus pecados perdonados y quizá incluso iría al infierno engañado.

El caso es que yo sabía las palabras y el gesto que tenía que hacer con los dedos sobre la calva de aquel señor: ego te absolvo pecatis tuis o algo así, in nomine patrii et filii et spiritu sancti amén, pero no me salía. No me podían imponer una responsabilidad así.

Luego estaba frente al frigo. Lo abría y me acordaba de esa foto tipo 4chan en la que se ve un frigo abierto y repleto de comida, y una leyenda dice "No hay nada en el frigo para comer". No es que no hubiera nada. Es que todas las estanterías estaban ocupadas por pequeños platos con una loncha de jamón york, queso u olivas. Todo preparado.

"¿Y esto?". Me asomaba al salón, con la tele encendida.

"Ah, claro, es que es fin de año. Esto deben ser los aperitivos para la cena".

Y no recuerdo más.