domingo, 30 de octubre de 2011

La onda expansiva

Estoy en la casa de la playa de mi abuela. Mi padre está en su habitación, como siempre, repantigado, viendo la tele. Salgo al porche. En el aire del pueblo suenan las sirenas del apocalipsis. Sí, ya sé que nunca han sonado, pero deberíais reconocerlas. Al fin y al cabo llevamos toda la vida esperando oírlas. Pues aquí están por fin. Las sirenas que anuncian el bombardeo. La guerra atómica. La guerra nuclear. La Bomba.

No entiendo por qué no reaccionáis.

El gobierno lo tiene todo preparado. Tiene unos refugios subterráneos enormes, como centros comerciales bajo tierra. Es curioso que en tiempos de crisis se haya podido permitir crear estas instalaciones tan grandes y complejas. Bueno, ha hecho bien, al fin y al cabo es un servicio necesario a la población. Sólo digo que es extraño.

Emigremos todos a los refugios subterráneos. Pero antes de partir debo hacer los preparativos. Pensar qué cosas indispensables voy a llevar (¿Ropa? ¿Quizá un libro?) y enterrar mis ahorros en un tarro en el jardín donde nadie los encuentre y pueda más tarde volver a por ellos.

Toda la población del país está bajando a los refugios. Todos están haciendo cola. Se entra y se bajan unas escaleras de cemento larguísimas que se adentran kilómetros en la tierra. Esto es como un hangar sin fin que se adentra en la tierra en diagonal. Hay azafatas uniformadas y dispuestas a lo largo de las escaleras que van dando instrucciones a todo el mundo, diciendo a cada uno dónde debe ir. Nos reparten.

El refugio en realidad es una gran habitación vacía donde vamos a estar todos hacinados, sin camas ni ningún tipo de muebles. En cuanto todos dejan sus bártulos en el suelo, salen por la puerta como niños que acaban de llegar a un campamento y nada más instalarse quieren salir a dar una vuelta por las instalaciones.

De nuevo no entiendo cómo podéis actuar como si no pasara nada. Estamos aquí por algo. Fuera, la bomba está a punto de caer.

La bomba cae. La tierra tiembla. Se oye una gran explosión.

Lo sabía.

De algún modo la onda expansiva entra bajo tierra en el refugio -quizá las compuertas no estaban cerradas aún.  La onda arrastra toda una masa de gente por los aires, por los pasillos, como bichos en el tubo de una aspiradora. Unos cuantos son arrastrados y entran limpiamente en la habitación. Se quedan flotando, suspendidos en el aire. Los demás no tienen tanta suerte. Son demasiados y según vienen se atascan en la puerta. Brazos y caras constreñidas. Estoy seguro de que muchos han muerto asfixiados dentro de esa masa compacta de gente en el pasillo. Me gustaría salvar a algunos, agarrar un brazo y tirar, pero sé que es inútil. No llego a hacerlo.

Esta historia es tan buena -pienso de repente- que debería vendérsela a Antena 3 para hacer una serie. Podría escribir un buen guión. Porque está la historia de la gente dentro de la habitación, que da juego. La siguiente temporada trataría de cómo la gente sale a las instalaciones subterráneas, ese enorme hangar lleno de pasillos y escaleras y las explora. Y en la siguiente temporada estaría la historia de cómo la gente sale a la superficie y lo que se encuentra allí: todo devastado, la civilización desaparecida. Todo un erial.

La bomba. La onda expansiva. La onda expansiva que lo ha barrido todo. Que ha derretido las montañas y los edificios como plastilina en un microondas. La onda expansiva que pasó por aquí. La destrucción. La desaparición de todo. Esconderse bajo tierra, sentir el gran temblor y volver a asomarse arriba con temor y sobrecogimiento.

Lo sabía. Y vosotros actuásteis como si nada. No lo entiendo. ¿Acaso soy el único?

sábado, 13 de agosto de 2011

Los nazis me torturaban. Yo y varias personas más éramos judíos. El campo de concentración era una habitación similar al salón de la casa de mi abuela en la playa, la que están intentando vender y donde he pasado muchas horas de verano y  navidad en mi infancia.

La tortura que me propinaba el nazi era extraña.

-Agáchate...

Con miedo, yo y otra persona nos agachábamos, temiendo que aquel fuera el momento de nuestra muerte, que nos esperara un tiro en la cabeza o cualquier otro capricho.

Me ponía de rodillas. El nazi me retorcía la nariz. Me la aplastaba hacia adentro con la palma de la mano. Podía sentir el tabique nasal clavándoseme. Yo temblaba de miedo, porque había oído que si te clavan el tabique nasal en la cara de un golpe, mueres. Pero el nazi sólo hacía el gesto, cogía impulso con la mano y luego me aplastaba el tabique hacia adentro, sólo un poco, como queriendo darme miedo, nunca me daba el golpe fatal. Me retorcía la nariz y luego la mejilla, como si fuera de látex.

-Ponte la mano aquí.

Me sujetaba la mejilla retorcida. No podía mover la mano de ahí, porque temía despertar la ira del nazi. Yo era muy obediente. El nazi parecía creer que sujetando el pellizco retorcido de mejilla blanda se sujetaba el retorcimiento de la nariz, por algún tipo de conexión. Y así era, pero la nariz volvía a su estado normal enseguida. Menos mal que el nazi no lo veía. Pasaba al siguiente judío.

"Claro, pensaba, esto lo hace porque está celoso. Sabe que mi nariz es la parte más hermosa y equilibrada de mi cuerpo, ya me lo decía Lara".

Más tarde era una señora alemana la que me torturaba, con un vestido muy mono y un peinado perfecto de la época. Estábamos alrededor de la mesa del salón de mi abuela. Sus amigas alemanas debían estar por ahí, pero todo estaba desenfocado y yo sólo veía a la señora.

-Y ahora -decía- no tenemos más que probar con la plancha...

Tenía una plancha en la mano. Yo estaba a su lado inmóvil, como un esclavo. Me acercaba la plancha a la cara y de nuevo temía a la tortura, pero resultaba ser de nuevo mucho menos dolorosa de lo que esperaba. La plancha estaba caliente pero no quemaba. Me la ponía en la mejilla y luego en los dedos. No era doloroso pero sí humillante.

Miraba a la mesa y había un cuchillo de cocina, con mango de madera y sierra. Tenía un plan bastante sencillo.

"Se acabó, pensaba, estoy harto, me dan igual las consecuencias. Estoy harto de ser humillado contínuamente. No quiero esta vida".

Raudo, agarraba el cuchillo y le pegaba un tajo perfecto en el cuello a la alemana. Se quedaba allí, inmóvil, con la boca abierta, desangrándose, la cabeza cayendo lentamente hacia atrás, un poco.

Le apuñalaba las costillas, el costado y el vientre, y con cada golpe podía sentir cómo la sierra cortaba los tejidos, cómo la punta perforaba y le apuñalaba las entrañas. Disfrutaba con rabia.

Más tarde estaba barriendo el salón. Todo el suelo estaba lleno de polvo y migajas. Mientras yo barría, mis padres estaban tumbados en el sofá como dos tórtolos, mi padre abrazando a mi madre, mirando la tele. En la vida real mis padres siempre se han llevado fatal y ahora están divorciados.

Ellos no me ayudaban a barrer. Yo barría y barría. Me encontraba un estuche y una mochila de niña, y me planteaba quedármelos, si podrían servirme de algo.

"Ah, esto será de la niña esa que ha venido con la visita de mi abuela hace un rato, debe habérselo dejado".

Me encontraba también un rosario negro de plástico.

Cuando me daba cuenta, había un hombre acurrucado en el suelo, al pie del sofá, gimiendo y lamentándose.

-Dame la extremaunción. ¡Dame la extremaunción, por favor!
-Pero si yo... yo no soy cura, no puedo hacerlo. No puedo hacer eso.
-Pero hombre, dale la extremaunción -decía mi padre, tumbado en el sofá, cargado de razón y como si fuera cosa leve-, ¿no ves que está a punto de morir? Dale la extremaunción y perdónale todos sus pecados.

No me podían pedir semejante cosa. Yo no soy sacerdote. No podían pedirme aceptar una responsabilidad tan grande. Además, no serviría de nada. Lo que yo hiciera sería falso, no tendría efecto y aquel hombre moriría sin sus pecados perdonados y quizá incluso iría al infierno engañado.

El caso es que yo sabía las palabras y el gesto que tenía que hacer con los dedos sobre la calva de aquel señor: ego te absolvo pecatis tuis o algo así, in nomine patrii et filii et spiritu sancti amén, pero no me salía. No me podían imponer una responsabilidad así.

Luego estaba frente al frigo. Lo abría y me acordaba de esa foto tipo 4chan en la que se ve un frigo abierto y repleto de comida, y una leyenda dice "No hay nada en el frigo para comer". No es que no hubiera nada. Es que todas las estanterías estaban ocupadas por pequeños platos con una loncha de jamón york, queso u olivas. Todo preparado.

"¿Y esto?". Me asomaba al salón, con la tele encendida.

"Ah, claro, es que es fin de año. Esto deben ser los aperitivos para la cena".

Y no recuerdo más.